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Los deseos siniestros de Samuel García
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Tema(s):
INE
Autor(es/as):
Roberto Lara Chagoyán

Samuel García Sepúlveda será gobernador de Nuevo León. Y lo será, a pesar de que violó las reglas del juego. El juego se llama democracia. En efecto, durante su campaña el candidato recibió aportaciones provenientes de personas morales, con lo cual transgredió lo dispuesto en el artículo 25, numeral 1, inciso i) con relación al 54, numeral 1 de la Ley General de Partidos Políticos. Ello significa que Samuel García compitió en condiciones ventajosas con respecto al resto de los contendientes a la gubernatura y, en consecuencia, transgredió el orden jurídico al violar el principio de equidad en la contienda.

Las transferencias ilícitas fueron realizadas mediante una triangulación en la que estuvieron involucradas tres personas: Bertha S. Sepúlveda Andrade, Roberto M. García Sepúlveda, y Silvia C. García Sepúlveda, con la participación de los despachos Firma Jurídica y Fiscal Abogados S.C. y Firma Contable y Fiscal Contadores y Financieros S.C. El INE concluyó que el monto por las aportaciones ascendió a $14,026,500.00.

Así como existen normas jurídicas para regular el proceso electoral, existen otras para llevar a cabo investigaciones tendientes a esclarecer el origen de los recursos mediante los cuales se financian las campañas. La autoridad legalmente competente para ello es, precisamente, el Consejo General del INE, a través de la Comisión de Fiscalización y con el apoyo de la Unidad Técnica. Una vez realizado el análisis y valoración de las pruebas, el Consejo concluyó que el Partido Político Movimiento Ciudadano incurrió en la falta señalada y que, en consecuencia, debía imponérsele una sanción económica equivalente al 200% sobre el monto involucrado en la falta, lo que da como resultado total la cantidad de $28,053,000.00.

Para hacer efectiva la sanción, el INE aplica una reducción de la ministración mensual que corresponda al partido, por concepto de Financiamiento Público para el Sostenimiento de Actividades Ordinarias Permanentes. Es decir, no es que el partido deba entregar la cantidad de dinero al INE, sino que este simplemente le descuenta un porcentaje mes con mes hasta alcanzar la cantidad total de la sanción. En el caso concreto, se determinó que la reducción sería del 25% hasta alcanzar la cantidad de $28,053,000.00.

Es obvio que la sanción no le quita el sueño ni a Samuel ni tampoco a su partido, porque ganaron el premio mayor: la gubernatura de uno de los Estados más ricos del país. Por lo demás, el manejo de cantidades en millones de pesos no parece algo extraño en la vida del próximo gobernador ni tampoco en la de su entorno familiar.

Tal y como sucedieron los acontecimientos, no parece que Samuel no hubiera previsto la sanción; todo lo contrario: es posible inferir que el resultado estaba perfectamente calculado y que el costo de la sanción fue visto como una inversión. Estamos ante un magnífico negocio, ya que tanto el financiamiento como las multas provienen del financiamiento público, es decir, de los impuestos que pagamos todos los mexicanos.

El caso de Samuel es uno más en la historia de nuestro sistema de financiamiento partidario. Puede decirse que las sanciones asociadas a las aportaciones de origen ilícito constituyen auténticos incentivos perversos, porque lejos de inhibir las conductas sancionadas, parecen alentarlas, dado que el costo-beneficio es ventajoso para los partidos y candidatos.

John Austin, el filósofo inglés del siglo XIX, sostuvo que las sanciones, para ser genuinas, deben cumplir con un objeto directo y uno indirecto.[1] El objeto directo consiste en compeler a la obediencia, esto es, convencer al posible trasgresor de no cometer el ilícito a partir de la asociación que este hará entre dicha conducta y el daño que le causará la sanción. El objeto indirecto es de tipo pedagógico y consiste en formar en el sujeto sancionado un hábito de obediencia, de tal suerte que en el futuro no vuelva a cometer la conducta indebida.

El objeto directo de la sanción, es decir, la amenaza directa de daño, puede estudiarse desde la perspectiva del legislador y desde la perspectiva del sujeto obligado. En la mente del legislador debe existir un convencimiento pleno y la posibilidad real de infligir un daño, mientras que en la del sujeto obligado opera un conflicto entre dos deseos: uno fuerte (cometer la falta) y uno débil (no cometerla). El sujeto asocia mentalmente esos deseos con sus probables consecuencias (sanción y no sanción, respectivamente) y termina —casi siempre— prefiriendo el deseo más débil, es decir, no cometer la falta. El autor llama al deseo fuerte “deseo siniestro”, y considera que el temor a la sanción debe ser de tal magnitud que orille al sujeto a dejar de lado dicho deseo.

El objeto indirecto o pedagógico de la sanción, por su parte, tiene la función de extinguir gradualmente los “deseos siniestros” del sujeto obligado. El individuo psicológicamente relaciona los males provenientes del Derecho con su comportamiento y obtiene como resultado una conducta acorde con la justicia. El proceso de asociación —dice Austin— engendra paulatinamente un miedo habitual a la sanción y cuando el temor a los males que derivan del Derecho haya extinguido los deseos que llevan al incumplimiento de los deberes, entonces la persona es justa. En ese momento ya puede decirse que la persona no está obligada o compelida por el temor a la sanción, sino que cumple su deber de forma espontánea.

Volviendo a Samuel García, es claro que la “sanción” impuesta por el INE no cumple ni con su objeto directo, ni tampoco con el indirecto. En cuanto al primero, es posible afirmar que las normas sancionadoras han dejado de ser eficaces, porque sencillamente no despiertan el temor necesario ni suficiente para que los partidos políticos abandonen sus deseos siniestros. En otras palabras, en nuestro caso, el en el conflicto entre deseos de Samuel no triunfó el relacionado con escapar de la sanción, sino el de inyectar recursos de forma ilícita a su campaña para ganar a toda costa la elección. Y en cuanto al objeto indirecto, no parece que en general los partidos políticos hayan venido desarrollando con los años el hábito de obediencia; basta con asistir a la temporada de quejas y de fiscalización de los recursos de los partidos políticos en el INE para comprobar que cada año se repiten las mismas faltas y cada vez con mayor intensidad.

Nuestro modelo de fiscalización tiene grandes ventajas pero también defectos incuestionables. Uno de ellos es la enorme cantidad de recursos que se les otorga a los partidos políticos que les motiva a entender los ilícitos como auténticas inversiones política y económicamente redituables. En este tipo de reglas, el dinero sencillamente da vueltas: primero se llama impuesto, luego tesoro público, luego ministración y luego sanción. En ningún punto de la cadena se observa un daño efectivo a los bienes más preciados de los partidos políticos, como pudiera ser la pérdida de su registro o, más aún, la anulación de la elección.

Quizás sea tiempo de repensar el modelo de financiamiento y el de las sanciones orientadas a regular la equidad en la contienda. Mientras los partidos políticos sigan viendo la política como un jugoso negocio cuya fuente de financiamiento son los recursos públicos, y los “costos” de sus tropelías se cargan también al erario público, los deseos siniestros seguirán campando a sus anchas.

Nunca será demasiado denunciar y llamar por su nombre a la trampa o al engaño. El hecho de que se apliquen sanciones conforme a la ley como la de Samuel es insuficiente, por ineficaz, para defender los valores constitucionales que están en juego cada que se celebra un proceso electoral. No podemos soslayar el hecho de que con conductas como esta se bloquea y se impide el desarrollo democrático. Así de grave es. Si segumos así, no se cumplirán los fines bondadosos —opuesto de siniestro— de la democracia: promover una participación plural e igualitaria de todos los miembros de la comunidad en la toma de decisiones sobre la cosa pública.

 

[1] Lara Chagoyán, Roberto, El concepto de sanción en la teoría contemporánea del Derecho, México, Fontamara, 2004, pp. 93 y ss.

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