Partamos de la premisa de que el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) es algo muchísimo más grande que las siete personas que conforman la Sala Superior. Gracias al trabajo de miles de individuos a lo largo y ancho del país, distribuidos en diferentes Salas Regionales y llevando a cabo tareas tanto de índole administrativa como jurisdiccional, en definitiva, es posible afirmar que esta institución existe a pesar de sus magistrados.
De ahí que independientemente de los desfigures, desaseos, escándalos y diversas sentencias argumentadas muchas veces de espaldas a la Constitución, habrá que recordar que la máxima autoridad jurisdiccional en materia electoral en México es una institución que se ha construido paulatinamente con el esfuerzo diario y constante de muchos funcionarios públicos que, más allá de una ideología, de sus ambiciones o incluso de sus intereses personales, responden a un deber gubernamental.
Por eso, precisamente, se les llama instituciones; porque su esencia se encuentra no en una sola persona o en un grupo de estas, sino en amplias estructuras burocráticas que van más allá de un tiempo específico y un espacio determinado. Bajo esta lógica, el binomio Derecho-sociedad cobra especial relevancia a partir de lo colectivo y lo común, de esa conjunción de intereses generales que posibilita logros para regular algunos aspectos de toda la comunidad.
De ahí que resulte clave entender que los cinco magistrados y las dos magistradas que se encuentran en la cúspide de dicha institución de carácter electoral, no son otra cosa más que un cuerpo colegiado que debe tomar importantes decisiones para el correcto funcionamiento de aquellas personas que respaldan sus labores, que confían en su trabajo y, quizá sobre todo, que generan normatividad para robustecer una endeble democracia en perpetua construcción.
Entender la colegialidad como un atributo valioso en democracia, que si bien es cierto puede (y debe) provocar diferencias y discusiones con quienes son parte de un órgano que trabaja de manera conjunta, también lo es que estas dinámicas siempre estarán supeditadas a la razonabilidad y el respeto. Anteponiendo el deber de diligencia en los asuntos colectivos que conlleve el porvenir frente a cualquier compromiso cortoplacista anhelado unipersonalmente. Y es que, nos guste o no, al final del día, la visión integral de todo un sistema político-jurídico recae en el correcto actuar de sus más altos funcionarios.
En ese orden de ideas, vale la pena recordar que los nombramientos que responden a una naturaleza contramayoritaria deben ser cuidados hasta el extremo en cualquier Estado que aspire a ser un Estado de Derecho, evitando cuotas y cuates, asumiendo la más alta responsabilidad de un encargo que trasciende coyunturas. Ya que por más buenas leyes que se promulguen, o por más que supuestamente el diseño estructural sea de primer nivel para la institución involucrada, si quienes accionan dichas normas no las respetan y no están dispuestos a encontrar acuerdos frente a sus diferencias, simple y sencillamente, de nada servirá todo aquello que se ha construido de manera paciente durante muchos años.
De hecho, por el contrario, ante un escenario de tales magnitudes, donde las personas que toman decisiones en una institución, prefieren no hacerlo, o, por decirlo de alguna manera, lo hacen actuando de forma no colegiada, ni velando por el diálogo constructivo, estaremos dirigiéndonos hacia una tormenta perfecta que pueda, de una vez por todas, echar por la borda a las personas que, aunque no son parte de alguna grotesca controversia, siguen siendo parte de esa institución.
Es ahí, precisamente, donde fallaron cada uno de los y las magistradas electorales de la presente integración de Sala Superior. Más allá de bandos, de un voluble grupo de cinco contra dos, el pasado 4 de agosto (que será recordado como el día más negro en la historia de esta institución), quedó en burda evidencia cómo el Derecho es insuficiente para contener los anhelos y las ambiciones de quienes conforman al pleno del Tribunal Electoral.
Si bien siempre se puede caer más bajo, la verdad es que el espectáculo en el que se “desconoció” al magistrado presidente, José Luis Vargas, y acto seguido se nombró al magistrado Reyes Rodríguez como el nuevo líder de tal institución, así como sus posteriores consecuencias, encierra no solo un problema de diseño normativo bastante grave, sino que también conlleva un conflicto ético y moral, que nos puede llevar a reflexionar sobre la falta de parámetros transparentes y concisos respecto a las atribuciones que juega la presidencia en el TEPJF.
Por que en todo caso, una crisis no surge de la noche a la mañana, no se puede alegar que se desconoce a un magistrado presidente de un día para el otro. El problema aquí es importante retrotraerlo hasta preguntarnos no solo cómo fue posible que una persona tan cuestionada y polémica como José Luis Vargas fuera electo presidente por sus colegas, sino también a cuestionarnos cómo fue que este personaje llegó, en un primer momento, a ser magistrado electoral y, después, se le prorrogó su mandato de 3 a 6 años con la afamada Ley de Cuates.
No cabe la menor duda que la actual integración de Sala Superior del Tribunal Electoral está viciada de origen. Por más que se quiera alegar que los motivos que orillaron a una mayoría de magistrados electorales a remover a su presidente tienen una base legal, lo cierto es que resolver esta crisis desde un plano enteramente político solo evidencia lo endeble y la escasa legitimidad de quienes lideran esta institución.
Finalmente, mejor sería asumir que si se quiere seguir menoscabando el prestigio de un Tribunal Electoral que ha dejado de actuar como tal, lo ideal es renunciar a un cargo para el que muchos de los actuales magistrados electorales no solo es que nunca estuvieron a la altura, sino que tampoco pudieron emitir un mensaje de legalidad y certidumbre para todos los actores políticos que tienen bajo su vigilancia.
Por más que hayan renunciado tanto José Luis Vargas como Reyes Rodríguez a la presidencia de la institución y como solución emergente y salomónica se haya nombrado a Felipe Fuentes como interino, la verdad es que el daño ya está hecho. Si bien estos acontecimientos pueden despresurizar la actual crisis institucional, en el largo plazo el costo será altísimo y, sobre todo, habrá que estar al pendiente para ver qué sucede con la próxima elección que se llevará a cabo el 1 de septiembre.
La solución final no radica en que se reformen y regulen de buena manera los procedimientos de entrada y salida para estos puestos, sino en que al momento en que se examinen los perfiles de quienes los ocupen, exista certeza de que dichos personajes sean moralmente solventes y que su disposición por el dialogo prime sobre sus egos.
En medio de una crisis institucional sin precedentes en el TEPJF, valga la pena reconocer el valor de todas aquellas personas que trabajan y siguen creyendo en esa institución. Una institución que no es solo de quienes están en la cúspide del organigrama de la misma, pero, al mismo tiempo, hoy tristemente están por los suelos.
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